sábado, 13 de octubre de 2007

Érase una vez


Corría y corría hasta llegar a esa escalera. Me paraba al pie y la subía. Peldaño por peldaño me iba acercando a la cima, al voltear al cielo el sol lastimaba mis ojos y me obligaba a fruncir el ceño.

A lo lejos veía mi objetivo: la plataforma de la que me lanzaría a una de las mayores aventuras de mi infancia. Aquella resbaladilla roja que estaba en el patio de mi casa representaba todo, el sentimiento del aire en mi rostro, la adrenalina que corría en mi sangre al sentir la velocidad, el miedo de pararme en la plataforma y ver hacia abajo esa interminable pendiente, el reto de vencer mi miedo y soltarme.

Cuando era niña, las cosas se veían más grandes. Los aviones eran enormes aves que volaban a través del cielo, los edificios eran gigantes en los que habitaban las personas y los adultos, a los que veía hacia arriba, eran mis guardianes.

Las manos de papá eran titánicas al igual que mis sueños. Lograba lo que quería y me sentía satisfecha. Mis grandes hazañas consistían en patinar más rápido, volar cada vez más arriba en los columpios o lanzarme de las resbaladillas más altas.

La vida era más sencilla. Los logros eran cosa de todos los días pero cada uno me llenaba de emoción. Esa emoción que hace que la piel se enchine, que te provoca sonreír de oreja a oreja todo el día, que te impulsa a seguir intentándolo.

Pero todo cambió, el tiempo hizo de las suyas y crecí. Poco a poco fui dejando de lado mis aventuras infantiles para sumergirme en las preocupaciones de adulto. Que si tenía exámenes finales, o en casa había problemas de dinero. Que si mamá estaba enferma o mi hermano estaba triste. Las ilusiones pasaron a un segundo plano. Los conflictos que me presentaba la vida inundaban mi mente y cada vez tenía menos tiempo para soñar.

Llegó un punto en el que había dejado de sonreír, en el que siempre estaba angustiada, en el que ya no disfrutaba la vida. ¡Algo tenía que hacer! ¿Dónde había quedado aquella niña que no podía dejar de sonreír? ¿En qué punto había dejado de vivir?

Por fin un día comprendí que la realidad no está peleada con la fantasía, sino que es su alimento. Descubrí que somos nosotros los artífices de nuestra felicidad, somos nosotros los que debemos conseguir mantener una sonrisa en nuestro rostro, los que debemos enfrentar la vida con optimismo y sacar las fuerzas para seguir de dónde ya no las hay.

Pero hubo algo aún más importante. Me di cuenta que nuestra labor es hacer que nuestra vida sea lo que alguna vez fue nuestro sueño. Irónico, pero la felicidad consiste en hacer que la realidad y la fantasía coexistan en tu vida.

Cuando logres darle color a los momentos más grises, cuando ilumines la oscuridad con una sonrisa, ese día podrás decir que eres feliz, que has aprendido de lo malo y has obtenido algo bueno y que por fin vives una vida de fantasía.

Deseo que vuelvas a la sencillez de la infancia, a sentir emoción por los pequeños detalles, a soñar.
Ese es mi deseo para tí, que tus sueños te impulsen a seguir, a conseguir aquello que sólo vivía en tu mente, aquello que alguna vez creíste imposible porque recuerda soñar no es creer en lo imposible, es creer que todo puede ser posible.

2 comments:

March La Cinefila Desconocida on 11 de noviembre de 2007, 3:10 dijo...

la felicidad es hacer que realidad y fantasía coexistan... vaya esa es una de las pocas frases inteligentes y profundas que he encontrado en el mundo recientemente

RIGEL on 29 de enero de 2008, 18:25 dijo...

Preferiría también cambiar mi niño interior por un niño de eterno hoy, pero también estaría dejando a un lado el anhelo de crecer y maravillarme con las cosas que cuando infante no alcanzaba a comprender. Afortunadamente una característica de mis primeros días ha persistido y es la capacidad de soñar y reír con lo más simple.

 

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